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Sadie Farrel. Fin del viento.

Era un día de sol y moscas, una calma chicha saturaba el ambiente. El mar ese día hacía caminos y el olor a yodo, salitre y sangre inundaba la cubierta, se mezclaba con el sudor de la tripulación y acariciaba su pelo. La situación empezaba a provocar una tensión en nuestra abigarrada tripulación que se hacía más que evidente con tan solo ojear a la escoria que formaba una de las bandas más temidas y odiadas del distrito cuarto de Nueva York. Delincuentes, criminales, borrachos, jugadores y asesinos no estábamos acostumbrados a estar en silencio, aburridos, a la espera de que viento franco nos llevara a nuestro siguiente botín. A la espera de que ella nos dijera qué hacer, a donde ir. Aguardábamos.  Ella, que de pie en la proa de nuestro balandro, conseguido bajo su mando, miraba el horizonte dándonos la espalda. No sabía en que pensaba, que planeaba. Miraba el agua. Parecía mantener un diálogo en secreto silencio con su amante. Ese mar que tan lejos la había llevado, tanta satisfa