Sadie Farrel. Fin del viento.

Era un día de sol y moscas, una calma chicha saturaba el ambiente. El mar ese día hacía caminos y el olor a yodo, salitre y sangre inundaba la cubierta, se mezclaba con el sudor de la tripulación y acariciaba su pelo. La situación empezaba a provocar una tensión en nuestra abigarrada tripulación que se hacía más que evidente con tan solo ojear a la escoria que formaba una de las bandas más temidas y odiadas del distrito cuarto de Nueva York. Delincuentes, criminales, borrachos, jugadores y asesinos no estábamos acostumbrados a estar en silencio, aburridos, a la espera de que viento franco nos llevara a nuestro siguiente botín. A la espera de que ella nos dijera qué hacer, a donde ir. Aguardábamos. 

Ella, que de pie en la proa de nuestro balandro, conseguido bajo su mando, miraba el horizonte dándonos la espalda. No sabía en que pensaba, que planeaba. Miraba el agua. Parecía mantener un diálogo en secreto silencio con su amante. Ese mar que tan lejos la había llevado, tanta satisfacción le había dado y medio por el que se regía ahora su vida apartada de tabernas, peleas o robos insignificantes. 
Mar que ahora nos tenía a todos atracados en medio de la nada. 
Antaño navegábamos de un lado a otro del río Hudson, asaltando granjas, mansiones que había a sus orillas y secuestrando y aterrorizando aldeas y personas por las que luego pedíamos rescate. 

La ferocidad de Sadie era legendaria. Atrás quedaban sus atracos en Five Points y peleas con su enemiga Mag la Tirantes. Sadie Farrel, la cabra, por sus famosas embestidas de cabeza  al estómago de sus víctimas, ahora era la reina de los piratas de río. 

Me enrolé agrandando su banda por su determinación, su vileza. Era grosera, brusca, vulgar, violenta y cruel. Portaba un medallón  con su oreja, colgada al cuello, que le fue arrancada por su rival y devuelta tras una tregua. 
Junto a sus imaginativos métodos prosperamos y ampliamos nuestro campo de operaciones delictivas. 


Pero aquel día de 1869, antes del viernes negro, intuí algo que los hombres tardarían en comprender. Sadie la cabra dejaba el mar. Quizás volvería a empezar. Nuestras aventuras a bordo y planes de futuro se evaporaban con aquella calma silenciosa y esa charla secreta y privada que tenía con el mar. Un mar que ya no sería el mismo, que irremediablemente seguiría allí. Sin Sadie. Sin la cabra. Roto. 

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